¿Por qué el
derecho a la ciudad?
La ciudad aparece, a primera vista, como doble. Los ricos acuden a ella por el consumo y el confort que sólo allí se obtienen; los pobres llegan para abastecerse de lo poco que no les es privado: salud, educación, etc. Al interior de la ciudad, acceso y restricción son parte de la misma vida urbana. Es más: son las dos caras, necesarias, de un mismo modelo de ciudad. Y esta configuración de qué es lo urbano no es fruto del azar, sino de planes, decisiones y pugnas, todos ellos políticos, en los que tal como en el campo del acceso a los derechos, algunos tienen un rol privilegiado. En este sentido, pensamos que no sería preciso hablar de dos ciudades diferentes, como a veces se dice, sino de un solo sistema de relaciones urbanas. Una ciudad que para ser rica necesariamente debe ser pobre y viceversa. Que se construye en base a una desigualdad simbiótica, pues una situación no existiría sin la otra. Ahora bien ¿Cómo y por qué se desarrolla una vida de esta manera? y ¿Puede o no ser distinta nuestra ciudad?
Quienes nos organizamos para afrontar ciertas problemáticas y conocemos las prácticas de muchos santafesinos que, activos y constantes, hacen vida en nuestra ciudad, sabemos que las respuestas a estas preguntas son contundentes. Santa Fe es como es, hoy por hoy, porque determinados actores sociales toman decisiones para guiarla en este sentido y no en otro. Además -y acá ponemos el acento- si es así por esto, bien puede ser diferente. De eso se compone el derecho a la ciudad: de la posibilidad de hacer ciudad. De tomar decisiones, de pelearlas, de sostenerlas y de luchar porque lo urbano se configure primordialmente en base a necesidades y deseos de sus habitantes y no, como ocurre, según intereses de unos pocos que con sus necesidades y deseos llenos, buscan que el diseño y ordenamiento de la ciudad se acomode a su interés de lucrar.
Pensar el derecho a la ciudad (únicamente) como poder acceder a determinados servicios o como un paliativo de carencias materiales, es restringir desde el inicio el potencial que la idea misma de derecho conlleva. Ésta supone una visión integral en la que el sostén primordial es la propia capacidad de materializar nuestros auto-proyectos socio-culturales en su faceta espacial.
En este primer “cable a tierra”, buscamos poner en movimiento algunas ideas para reflexionar sobre nuestra realidad, sobre las posibilidades de cambiarla, de mejorarla, de perfeccionarla. Hurgamos en la producción científico-académica para pensar las problemáticas que nos involucran a todos. Porque, como afirmamos en la editorial, el conocimiento, si no se comparte, no se discute, no se abre, no se cuestiona, pierde su sentido. Pero para poder hacer todo eso, son necesarios los puentes ¿de qué sirve una academia híper ilustrada si los saberes que genera se intercambian entre unos pocos? Y de esta separación viciada entre Universidad y (cierta parte de la) Sociedad sabe mucho Santa Fe. Es una de las cuentas pendientes de la educación superior (¡!) involucrarse con la sociedad que la sostiene. Porque vemos cómo, día a día, los conceptos que se usan para explicar la realidad son, desde el vamos, construidos en términos que sólo quienes ya tienen las herramientas “técnicas” para entenderlos, puedan hacerlo. Esto es un problema real y sonante, ya que, en definitiva, son estas definiciones las que circulan por los lugares donde las decisiones son tomadas y, las más de las veces, son utilizadas como manera de dejar afuera a quienes no las manejan: “esto es un problema técnico, difícil de entender”, “es muy complejo, por eso hay que dejarlo a los que saben”. El derecho a conocer está en la base del derecho a tomar decisiones, por muy liberal que suene… Y, de la mano con ello, viene el derecho a participar del proceso de jerarquización de los saberes. Una buena pregunta es por qué -por definición y siempre- sería mejor un saber construido académicamente a uno experiencial. O, más aún, por qué se insiste en hacernos pensar que son opuestos o excluyentes. Las experiencias de construcción política que conoce nuestra ciudad son prueba de lo contrario. Y evidencia que la discusión entre diferentes saberes se necesita. Cable a tierra es nuestro humilde intento de poner en marcha un poquito de este diálogo moroso.
De la ciudad doble a los dos tipos de ciudad
En esta oportunidad, y para pensar nuestra ciudad, tomamos algunas ideas construidas a fines de la década de 1960 por el filósofo francés Henri Lefebvre, como la de derecho a la ciudad. En sus textos, Lefebvre explica que desde la modernidad existen dos grandes formas de concebir la ciudad. Llamó a la primera “ciudad funcional,” erigida en occidente fundamentalmente a partir de la industrialización. Ésta es concebida como un objeto que debe estar dedicado a satisfacer ciertas necesidades, con funciones específicas y con una organización en base a estos fines y funciones. Cuando el gobierno, los actores políticos y los medios hablan de cuestiones de planeamiento urbano, es este modelo el que tienen en mente. En esta visión, la ciudad aparece dividida, señalizada, “organizada”, de acuerdo a funciones que, se supone, cada una de sus partes debe cumplir. Existen un centro comercial, uno gubernamental, un área recreativa (que suele coincidir con los espacios verdes), entre otras. El mecanismo por el cual se ordena la ciudad con este criterio se denomina formalmente “zonificación”, y en base a él se despliegan las acciones de desarrollo urbano. Actúa casi a modo de un reglamento para quienes lo llevan a cabo. De hecho, tiene su traducción institucional cuando son aprobados las leyes, decretos y ordenanzas que habilitan la realización de las obras que se piensan con estas pautas. En otras palabras, es el proyecto de ciudad que se desea imponer desde los espacios de toma de decisiones “indiscutibles” (Intendencia, Concejo Deliberante, etc.).
La idea alternativa de ciudad que propone Lefebvre no se construye desde una perspectiva funcional sino como la proyección en el terreno de los deseos y aspiraciones de las personas, esto es, la ciudad como el espacio construido como consecuencia de la materialización de las necesidades colectivamente definidas de la sociedad. Sin saber a ciencia cierta cómo sería esa ciudad, pues es el tipo funcional el que predomina, el contraste entre estos modelos es muy interesante ya que nos permite plantear la posibilidad efectiva de que la ciudad sea otra cosa que un proyecto diseñado por y para unos pocos. El autor critica esta “funcionalidad” porque bajo lo que en apariencia (y por su mismo nombre) es algo útil, beneficioso, que “funciona”, él reconoce consecuencias funestas. Básicamente, cuestiona que no se explicite ni se dé a debate público quiénes son los verdaderos beneficiarios de esa “utilidad”: las clases medias (en ocasiones), medias altas, y altas. En contraste con esto, Lefebvre piensa una versión inclusiva y afirma que ésta podrá existir en tanto se defienda activamente el derecho a la ciudad. Al decir de Lefebvre, “el derecho a la ciudad se manifiesta como forma superior de los derechos: el derecho a la libertad, a la individualización en la socialización, al hábitat y al habitar. El derecho a la obra (a la actividad participante) y (…) a la apropiación (muy diferente del derecho a la propiedad) están imbricados en el derecho a la ciudad.” (El derecho a la ciudad, 1969).
La ciudad aparece, a primera vista, como doble. Los ricos acuden a ella por el consumo y el confort que sólo allí se obtienen; los pobres llegan para abastecerse de lo poco que no les es privado: salud, educación, etc. Al interior de la ciudad, acceso y restricción son parte de la misma vida urbana. Es más: son las dos caras, necesarias, de un mismo modelo de ciudad. Y esta configuración de qué es lo urbano no es fruto del azar, sino de planes, decisiones y pugnas, todos ellos políticos, en los que tal como en el campo del acceso a los derechos, algunos tienen un rol privilegiado. En este sentido, pensamos que no sería preciso hablar de dos ciudades diferentes, como a veces se dice, sino de un solo sistema de relaciones urbanas. Una ciudad que para ser rica necesariamente debe ser pobre y viceversa. Que se construye en base a una desigualdad simbiótica, pues una situación no existiría sin la otra. Ahora bien ¿Cómo y por qué se desarrolla una vida de esta manera? y ¿Puede o no ser distinta nuestra ciudad?
Quienes nos organizamos para afrontar ciertas problemáticas y conocemos las prácticas de muchos santafesinos que, activos y constantes, hacen vida en nuestra ciudad, sabemos que las respuestas a estas preguntas son contundentes. Santa Fe es como es, hoy por hoy, porque determinados actores sociales toman decisiones para guiarla en este sentido y no en otro. Además -y acá ponemos el acento- si es así por esto, bien puede ser diferente. De eso se compone el derecho a la ciudad: de la posibilidad de hacer ciudad. De tomar decisiones, de pelearlas, de sostenerlas y de luchar porque lo urbano se configure primordialmente en base a necesidades y deseos de sus habitantes y no, como ocurre, según intereses de unos pocos que con sus necesidades y deseos llenos, buscan que el diseño y ordenamiento de la ciudad se acomode a su interés de lucrar.
Pensar el derecho a la ciudad (únicamente) como poder acceder a determinados servicios o como un paliativo de carencias materiales, es restringir desde el inicio el potencial que la idea misma de derecho conlleva. Ésta supone una visión integral en la que el sostén primordial es la propia capacidad de materializar nuestros auto-proyectos socio-culturales en su faceta espacial.
En este primer “cable a tierra”, buscamos poner en movimiento algunas ideas para reflexionar sobre nuestra realidad, sobre las posibilidades de cambiarla, de mejorarla, de perfeccionarla. Hurgamos en la producción científico-académica para pensar las problemáticas que nos involucran a todos. Porque, como afirmamos en la editorial, el conocimiento, si no se comparte, no se discute, no se abre, no se cuestiona, pierde su sentido. Pero para poder hacer todo eso, son necesarios los puentes ¿de qué sirve una academia híper ilustrada si los saberes que genera se intercambian entre unos pocos? Y de esta separación viciada entre Universidad y (cierta parte de la) Sociedad sabe mucho Santa Fe. Es una de las cuentas pendientes de la educación superior (¡!) involucrarse con la sociedad que la sostiene. Porque vemos cómo, día a día, los conceptos que se usan para explicar la realidad son, desde el vamos, construidos en términos que sólo quienes ya tienen las herramientas “técnicas” para entenderlos, puedan hacerlo. Esto es un problema real y sonante, ya que, en definitiva, son estas definiciones las que circulan por los lugares donde las decisiones son tomadas y, las más de las veces, son utilizadas como manera de dejar afuera a quienes no las manejan: “esto es un problema técnico, difícil de entender”, “es muy complejo, por eso hay que dejarlo a los que saben”. El derecho a conocer está en la base del derecho a tomar decisiones, por muy liberal que suene… Y, de la mano con ello, viene el derecho a participar del proceso de jerarquización de los saberes. Una buena pregunta es por qué -por definición y siempre- sería mejor un saber construido académicamente a uno experiencial. O, más aún, por qué se insiste en hacernos pensar que son opuestos o excluyentes. Las experiencias de construcción política que conoce nuestra ciudad son prueba de lo contrario. Y evidencia que la discusión entre diferentes saberes se necesita. Cable a tierra es nuestro humilde intento de poner en marcha un poquito de este diálogo moroso.
De la ciudad doble a los dos tipos de ciudad
En esta oportunidad, y para pensar nuestra ciudad, tomamos algunas ideas construidas a fines de la década de 1960 por el filósofo francés Henri Lefebvre, como la de derecho a la ciudad. En sus textos, Lefebvre explica que desde la modernidad existen dos grandes formas de concebir la ciudad. Llamó a la primera “ciudad funcional,” erigida en occidente fundamentalmente a partir de la industrialización. Ésta es concebida como un objeto que debe estar dedicado a satisfacer ciertas necesidades, con funciones específicas y con una organización en base a estos fines y funciones. Cuando el gobierno, los actores políticos y los medios hablan de cuestiones de planeamiento urbano, es este modelo el que tienen en mente. En esta visión, la ciudad aparece dividida, señalizada, “organizada”, de acuerdo a funciones que, se supone, cada una de sus partes debe cumplir. Existen un centro comercial, uno gubernamental, un área recreativa (que suele coincidir con los espacios verdes), entre otras. El mecanismo por el cual se ordena la ciudad con este criterio se denomina formalmente “zonificación”, y en base a él se despliegan las acciones de desarrollo urbano. Actúa casi a modo de un reglamento para quienes lo llevan a cabo. De hecho, tiene su traducción institucional cuando son aprobados las leyes, decretos y ordenanzas que habilitan la realización de las obras que se piensan con estas pautas. En otras palabras, es el proyecto de ciudad que se desea imponer desde los espacios de toma de decisiones “indiscutibles” (Intendencia, Concejo Deliberante, etc.).
La idea alternativa de ciudad que propone Lefebvre no se construye desde una perspectiva funcional sino como la proyección en el terreno de los deseos y aspiraciones de las personas, esto es, la ciudad como el espacio construido como consecuencia de la materialización de las necesidades colectivamente definidas de la sociedad. Sin saber a ciencia cierta cómo sería esa ciudad, pues es el tipo funcional el que predomina, el contraste entre estos modelos es muy interesante ya que nos permite plantear la posibilidad efectiva de que la ciudad sea otra cosa que un proyecto diseñado por y para unos pocos. El autor critica esta “funcionalidad” porque bajo lo que en apariencia (y por su mismo nombre) es algo útil, beneficioso, que “funciona”, él reconoce consecuencias funestas. Básicamente, cuestiona que no se explicite ni se dé a debate público quiénes son los verdaderos beneficiarios de esa “utilidad”: las clases medias (en ocasiones), medias altas, y altas. En contraste con esto, Lefebvre piensa una versión inclusiva y afirma que ésta podrá existir en tanto se defienda activamente el derecho a la ciudad. Al decir de Lefebvre, “el derecho a la ciudad se manifiesta como forma superior de los derechos: el derecho a la libertad, a la individualización en la socialización, al hábitat y al habitar. El derecho a la obra (a la actividad participante) y (…) a la apropiación (muy diferente del derecho a la propiedad) están imbricados en el derecho a la ciudad.” (El derecho a la ciudad, 1969).
Santa Fe para
algunos
En Santa Fe, la necesidad de defender este derecho está hoy, tanto o más que en el pasado, vigente. Para decirlo de manera concisa: el mercado (la búsqueda de lucro) dicta el camino que recorre el desarrollo urbano local. Son quienes manejan el mercado inmobiliario, quienes dirigen el poder político, los dueños de las empresas de construcción, de transporte y de servicios en general, quienes dictan qué necesidades son las prioritarias. Quizás la mayor diferencia entre hoy y ayer sea el aprendizaje colectivo que se viene haciendo de un tiempo a esta parte. En base a vivencias que han conmovido a la sociedad, muchos santafesinos se pusieron en acción. Luego de las inundaciones, de saber que los fondos para obras indispensables se desvían, que la municipalidad construye puentes innecesarios y ostentosos al casino pero no asfalta las calles del oeste, entre muchas otras cosas, sabemos que es necesario que las decisiones se tomen de otra manera y respetando criterios inclusivos.
Por eso, para entender por qué el orden urbano actual de Santa Fe viola derechos que nos corresponden a todos, puede sernos de suma utilidad una aclaración que Lefebvre realiza: el espacio es producido socialmente. Dice que al “(…) entorno, barrio, ciudad, manzana, espacio, lo crean los hombres y mujeres, aquellos (otros hombres y mujeres, instituciones, agencias, etc.) que tienen poder de decidir qué se hace y qué no con cada espacio. A su vez, el espacio, a medida que es construido, transformado, por el hombre, condiciona las acciones y posibilidades”. Quizás, cuando hablamos de espacio es inevitable que pensemos en una “cosa” que está ahí, pero sus límites, la forma en que se ordena, quién lo puede ocupar y quién no, esas decisiones, también afectan su constitución como espacio. Un ejemplo claro de ello es la oposición entre zonas inundables y zonas secas de Santa Fe. A primera vista, que un espacio sea inundable depende de factores naturales, por caso, si son bajas y se encuentran en el curso natural del río. Ahora bien, los barrios del Este santafesino cumplían estas condiciones, pero gracias a obras de defensa realizadas por el hombre, no son hoy zonas inundables. En contraste, la falta de obras de este tipo en los barrios del Oeste, hace que éstos, también construidos sobre terrenos que pertenecen naturalmente al río, sigan siendo inundables.
De allí se desprende el hecho de que sea tan peligroso que quienes nos gobiernan instalen la idea de que la única relación que podemos establecer con la vida de nuestra ciudad sea la del reclamo, una vez consumados los hechos. O, aún peor, que la única manera en que debemos participar de esa producción social del espacio es cuando nos toca votar. ¿Por qué decimos esto? Porque si en Santa Fe gobierna la voluntad del mercado, esto quiere decir que en todo lo que se emprende, en cada obra, en cada asignación de fondos públicos o cada licitación, prima el valor de cambio: importa más cuánto valdrá esa obra en la acumulación de capital. Por ejemplo, cuánto valoriza una obra los terrenos circundantes que integran el mercado de especulación inmobiliaria. Terrenos que se compran baratos y luego de que el Estado “lleve” hacia la zona el desarrollo (servicios, asfalto, edificios públicos como escuelas u hospitales), se venden muy caros. Ahora bien, la pregunta que sigue es cuántos santafesinos, de qué clases sociales, compran rutinariamente tierra sólo como inversión. De nuevo, el puente que une la plaza Colón (sin mencionar el detalle de en honor a quiénes se nombran los lugares de la ciudad…) con el centro comercial del puerto y con el Casino, es muy gráfico sobre esto. ¿Qué beneficio trajo el puente para la población? No obstante, eso sí, con mucha eficacia jerarquizó, “hizo más top”, una zona que se proyecta como comercial y turística. Al menos durante los efímeros días en que funcionaron la escalera mecánica y el ascensor…
El planteo de Lefebvre no es reaccionario al progreso. Decir eso es tener una idea sumamente cómoda, es no permitirse aprender de todas las preguntas que su trabajo suscita. Un objetivo profundamente político de su obra consiste en reflexionar sobre quiénes pueden disfrutar del progreso, la belleza, el arte, el aire limpio, etc., etc., etc. Y así, Santa Fe nos lleva de ejemplo en ejemplo. Porque supongamos por un instante que un vecino de barrio Las Lomas quiera llegar al puerto a disfrutar con su familia de una hamburguesa, una película, un viaje en puente y de darle de comer a las palomas. Supongamos también que cuenta con el dinero para ello. ¿Cuántas líneas de colectivo tiene que tomar? Este ejemplo empeora si esta familia quiere llegar a disfrutar de una tarde en la Costanera. Porque si bien –y con dificultades- los barrios periféricos están conectados con el centro administrativo y comercial, no existen líneas que unan el Este con el Oeste de la ciudad. Como si nadie de una zona “necesitara” jamás llegar hasta la otra…
Retomando la idea de que el derecho fundamental es poder hacer ciudad, imaginemos qué recorridos de colectivo, qué emplazamiento para los centros de esparcimiento y paseo propondría este vecino si existieran mecanismos efectivos de participación. Esa prerrogativa de hacer es expuesta por Lefebvre de la siguiente manera. “El derecho a la ciudad [es sobre todo] el derecho a la obra (a la actividad participante) y el derecho a la apropiación (muy diferente del derecho a la propiedad)”. Ahora bien, ¿qué quiere decir en concreto? Principalmente, que decidir y poder llevar a cabo son los principales derechos que, al ser incumplidos, generan la vejación de tantos otros: vivienda, salud, transporte, información, etc.
Veamos, entonces, algunos ejemplos de puesta en práctica de un desarrollo urbano zonificado, que tiende a la centralización y que unos poquísimos santafesinos digitan.
Un desalojo con aroma a especulación
Uno de los casos en que esto es patente es en el desalojo arbitrario e ilegal que la municipalidad intentó realizar en el Centro Social y Cultural El Birri. Como parte de lo que en los estudios urbanos hace ya tiempo se conoce como “buenas prácticas” (paquetes de políticas de desarrollo urbano que se “compran” o importan de gestión en gestión y que se encuadran perfectamente en el modelo de ciudad funcional) se buscó, según el gobierno municipal, “poner en valor” un espacio que, dijeron, estaba quieto o inanimado. Es llamativo que un centro cultural que genera talleres, encuentros, proyectos autogestivos y otras actividades (pero, eso sí, se organiza autónomamente) necesite ser “puesto en valor”. Sorprende porque eso no surge de un pedido de ninguno de sus integrantes, ni de los vecinos, ni cuenta la municipalidad con un proyecto superador.
Este atropello a un “lugar” de la ciudad, del que muchos ciudadanos participan (sean chicos o grandes) se explica tomando en cuenta qué “función” cumple el arte (una de las formas que toma la expresión cultural) en el modelo funcional de ciudad. En él, la cultura es una mercancía más: se la percibe, tasa y valora como un producto que se usa, que es “útil” para decorar, que algunos dan a otros. “Pone lindos” aquellos espacios urbanos que, a la vista de algunos, no lo son en manera adecuada o suficiente. En esta mirada, poner el arte al servicio de lo urbano significa apenas ornamentar (ciertos) espacios de la ciudad con objetos de arte.
Un gobierno que habla de inclusión y de la importancia de la cultura pero decide unilateralmente qué cultura, qué arte, es el que debe ser visible, es una parodia. Un carnaval lúgubre no da vuelta nada, es apenas una cáscara, y aparentar preocupación por la cultura de los pueblos, es eso: una cáscara vacía.
Visto desde las ideas de Lefebvre, El Birri es una forma alternativa de apropiación (no de propiedad) del espacio-tiempo en nuestra ciudad. Es una de tantas maneras de vivir la ciudad que demuestra que no hay un único camino para el desarrollo de los deseos y las necesidades. En un modelo concebido de una manera concentrada y funcional, el arte como expresión en sí misma, como alternativa, como deseo, no tiene lugar. La Municipalidad dejó muy en claro que así concibe las cosas, con su intervención arbitraria.
Las inundaciones, las decisiones, los derechos.
Cómo se construye, se ordena y se vive el espacio es una cuestión que las inundaciones desnudaron por completo. Los procesos previos, de años de decisiones sesgadas (qué obras se realizaron y cuáles no) determinaron desde la entrada del río hasta quién sufrió, cuánto y cómo (es hasta ese punto que las decisiones políticas moldean la cotidianeidad).
Una pregunta, a primera vista simplista o incluso capciosa es, sin embargo, muy interesante:
¿Por qué los lugares donde se toman las decisiones, o donde viven quienes lo hacen, no se inundan?
En primer lugar, cabría decir ¡porque no son zonas inundables! Nos animamos a esta respuesta, porque en ella se ve cómo la toma de decisiones es el elemento crucial para transformar un modelo urbano de inclusión subordinada en uno de construcción inclusiva. Porque son zonas inundables...
Retomando lo dicho más arriba, no podemos olvidar cómo los barrios del Este, de la zona residencial de Guadalupe, de la Costanera, de Siete Jefes, también lo fueron en algún momento. Fue a partir de la realización de las defensas necesarias que dejaron de serlo, durante el desarrollo de la infraestructura portuaria en el siglo XX. Esto quiere decir que la condición de “inundable” no es una característica dictada enteramente por la naturaleza, por la topografía, sino una realidad construida socialmente: depende en buena medida de las decisiones políticas que se tomen. A su vez, como vimos ya, a quiénes benefician, perjudican, consideran u olvidan estas decisiones, se desprende de quiénes participan realmente del proceso de pelea, discusión, decisión y ejecución de las mismas.
Entonces, volviendo a nuestra pregunta inicial, ¿qué determina que ciertas zonas sean protegidas de la inundabilidad, -transformadas en “no inundables” si se quiere- y otras sean sistemática y deliberadamente desprotegidas? Nuevamente: que prime el valor de cambio (el valor comercial, de intercambio, de mercado de una mercancía, producto) por sobre el valor de uso. En relación a esto, cabe preguntarse qué camino siguieron los precios de los inmuebles en zonas “inundables” y las que no lo son. Elucidar si la brecha de precios, ya amplia por la falta de servicios que las segundas suelen padecer, se amplió y cuánto. Al respecto, en el mapa que acompaña esta nota se ven a simple vista algunas pruebas de dicha construcción diferencial de ciudad en favor de la valorización de algunas áreas respecto de otras: las zonas que se inundaron, en general, no poseen acceso a ciertos servicios como, por ejemplo, el gas natural.
Otra forma de acercarnos al problema es volver a los costos de la inundación.
¿Quién los asumió? La ley de reparaciones establecida por el Estado provincial resultó, amén de una extorsión abierta dadas las condiciones en que se encontraban las personas que podían plegarse a ella, en que los costos que el Estado asumió tuvieran un techo preciso. Si, como es claro, no fue el sector privado concentrado el que asumió los costos de la reconstrucción... ¿quiénes lo hicieron entonces?
Aunque cueste creerlo, dichas obras de defensa (inconclusas) habían sido inauguradas en 1997, para la prensa. Da vergüenza ver las fotos de aquel corte de cintas en la que posaron sonrientes Obeid, Reutemann, Gutiérrez, Gualtieri, Mercier, Rosatti, Morín, Penissi y Lamberto.
Nos seguimos inundando ¿Quiénes hacen la ciudad?
Este recorrido a vuelo de pájaro por algunas de las problemáticas que miles y miles de santafesinos vivimos y sufrimos no tiene otro objetivo que volvernos a preguntar y repreguntar:
¿Es legítima una Santa Fe que permita sólo a unos pocos decidir qué hacer de y con la vida en ella? Si de la mano de la noción de derecho a la ciudad, podemos afirmar que una ciudad es el resultado de cómo se la concibe, se la piensa y se la desarrolla, el resultado de las peleas por los rumbos posibles a tomar...
¿Por qué vivimos asediados por imágenes y discursos que naturalizan, que transforman en algo ajeno a nuestra capacidad de acción, a los procesos fundamentales que hacen la ciudad?
Hay muchas preguntas más que se abren camino con cada vez más fuerza, con cada vez más derecho. Y el valor de plantearlas radica en contribuir a vislumbrar respuestas que cuestionen lo dado.
En Santa Fe, la necesidad de defender este derecho está hoy, tanto o más que en el pasado, vigente. Para decirlo de manera concisa: el mercado (la búsqueda de lucro) dicta el camino que recorre el desarrollo urbano local. Son quienes manejan el mercado inmobiliario, quienes dirigen el poder político, los dueños de las empresas de construcción, de transporte y de servicios en general, quienes dictan qué necesidades son las prioritarias. Quizás la mayor diferencia entre hoy y ayer sea el aprendizaje colectivo que se viene haciendo de un tiempo a esta parte. En base a vivencias que han conmovido a la sociedad, muchos santafesinos se pusieron en acción. Luego de las inundaciones, de saber que los fondos para obras indispensables se desvían, que la municipalidad construye puentes innecesarios y ostentosos al casino pero no asfalta las calles del oeste, entre muchas otras cosas, sabemos que es necesario que las decisiones se tomen de otra manera y respetando criterios inclusivos.
Por eso, para entender por qué el orden urbano actual de Santa Fe viola derechos que nos corresponden a todos, puede sernos de suma utilidad una aclaración que Lefebvre realiza: el espacio es producido socialmente. Dice que al “(…) entorno, barrio, ciudad, manzana, espacio, lo crean los hombres y mujeres, aquellos (otros hombres y mujeres, instituciones, agencias, etc.) que tienen poder de decidir qué se hace y qué no con cada espacio. A su vez, el espacio, a medida que es construido, transformado, por el hombre, condiciona las acciones y posibilidades”. Quizás, cuando hablamos de espacio es inevitable que pensemos en una “cosa” que está ahí, pero sus límites, la forma en que se ordena, quién lo puede ocupar y quién no, esas decisiones, también afectan su constitución como espacio. Un ejemplo claro de ello es la oposición entre zonas inundables y zonas secas de Santa Fe. A primera vista, que un espacio sea inundable depende de factores naturales, por caso, si son bajas y se encuentran en el curso natural del río. Ahora bien, los barrios del Este santafesino cumplían estas condiciones, pero gracias a obras de defensa realizadas por el hombre, no son hoy zonas inundables. En contraste, la falta de obras de este tipo en los barrios del Oeste, hace que éstos, también construidos sobre terrenos que pertenecen naturalmente al río, sigan siendo inundables.
De allí se desprende el hecho de que sea tan peligroso que quienes nos gobiernan instalen la idea de que la única relación que podemos establecer con la vida de nuestra ciudad sea la del reclamo, una vez consumados los hechos. O, aún peor, que la única manera en que debemos participar de esa producción social del espacio es cuando nos toca votar. ¿Por qué decimos esto? Porque si en Santa Fe gobierna la voluntad del mercado, esto quiere decir que en todo lo que se emprende, en cada obra, en cada asignación de fondos públicos o cada licitación, prima el valor de cambio: importa más cuánto valdrá esa obra en la acumulación de capital. Por ejemplo, cuánto valoriza una obra los terrenos circundantes que integran el mercado de especulación inmobiliaria. Terrenos que se compran baratos y luego de que el Estado “lleve” hacia la zona el desarrollo (servicios, asfalto, edificios públicos como escuelas u hospitales), se venden muy caros. Ahora bien, la pregunta que sigue es cuántos santafesinos, de qué clases sociales, compran rutinariamente tierra sólo como inversión. De nuevo, el puente que une la plaza Colón (sin mencionar el detalle de en honor a quiénes se nombran los lugares de la ciudad…) con el centro comercial del puerto y con el Casino, es muy gráfico sobre esto. ¿Qué beneficio trajo el puente para la población? No obstante, eso sí, con mucha eficacia jerarquizó, “hizo más top”, una zona que se proyecta como comercial y turística. Al menos durante los efímeros días en que funcionaron la escalera mecánica y el ascensor…
El planteo de Lefebvre no es reaccionario al progreso. Decir eso es tener una idea sumamente cómoda, es no permitirse aprender de todas las preguntas que su trabajo suscita. Un objetivo profundamente político de su obra consiste en reflexionar sobre quiénes pueden disfrutar del progreso, la belleza, el arte, el aire limpio, etc., etc., etc. Y así, Santa Fe nos lleva de ejemplo en ejemplo. Porque supongamos por un instante que un vecino de barrio Las Lomas quiera llegar al puerto a disfrutar con su familia de una hamburguesa, una película, un viaje en puente y de darle de comer a las palomas. Supongamos también que cuenta con el dinero para ello. ¿Cuántas líneas de colectivo tiene que tomar? Este ejemplo empeora si esta familia quiere llegar a disfrutar de una tarde en la Costanera. Porque si bien –y con dificultades- los barrios periféricos están conectados con el centro administrativo y comercial, no existen líneas que unan el Este con el Oeste de la ciudad. Como si nadie de una zona “necesitara” jamás llegar hasta la otra…
Retomando la idea de que el derecho fundamental es poder hacer ciudad, imaginemos qué recorridos de colectivo, qué emplazamiento para los centros de esparcimiento y paseo propondría este vecino si existieran mecanismos efectivos de participación. Esa prerrogativa de hacer es expuesta por Lefebvre de la siguiente manera. “El derecho a la ciudad [es sobre todo] el derecho a la obra (a la actividad participante) y el derecho a la apropiación (muy diferente del derecho a la propiedad)”. Ahora bien, ¿qué quiere decir en concreto? Principalmente, que decidir y poder llevar a cabo son los principales derechos que, al ser incumplidos, generan la vejación de tantos otros: vivienda, salud, transporte, información, etc.
Veamos, entonces, algunos ejemplos de puesta en práctica de un desarrollo urbano zonificado, que tiende a la centralización y que unos poquísimos santafesinos digitan.
Un desalojo con aroma a especulación
Uno de los casos en que esto es patente es en el desalojo arbitrario e ilegal que la municipalidad intentó realizar en el Centro Social y Cultural El Birri. Como parte de lo que en los estudios urbanos hace ya tiempo se conoce como “buenas prácticas” (paquetes de políticas de desarrollo urbano que se “compran” o importan de gestión en gestión y que se encuadran perfectamente en el modelo de ciudad funcional) se buscó, según el gobierno municipal, “poner en valor” un espacio que, dijeron, estaba quieto o inanimado. Es llamativo que un centro cultural que genera talleres, encuentros, proyectos autogestivos y otras actividades (pero, eso sí, se organiza autónomamente) necesite ser “puesto en valor”. Sorprende porque eso no surge de un pedido de ninguno de sus integrantes, ni de los vecinos, ni cuenta la municipalidad con un proyecto superador.
Este atropello a un “lugar” de la ciudad, del que muchos ciudadanos participan (sean chicos o grandes) se explica tomando en cuenta qué “función” cumple el arte (una de las formas que toma la expresión cultural) en el modelo funcional de ciudad. En él, la cultura es una mercancía más: se la percibe, tasa y valora como un producto que se usa, que es “útil” para decorar, que algunos dan a otros. “Pone lindos” aquellos espacios urbanos que, a la vista de algunos, no lo son en manera adecuada o suficiente. En esta mirada, poner el arte al servicio de lo urbano significa apenas ornamentar (ciertos) espacios de la ciudad con objetos de arte.
Un gobierno que habla de inclusión y de la importancia de la cultura pero decide unilateralmente qué cultura, qué arte, es el que debe ser visible, es una parodia. Un carnaval lúgubre no da vuelta nada, es apenas una cáscara, y aparentar preocupación por la cultura de los pueblos, es eso: una cáscara vacía.
Visto desde las ideas de Lefebvre, El Birri es una forma alternativa de apropiación (no de propiedad) del espacio-tiempo en nuestra ciudad. Es una de tantas maneras de vivir la ciudad que demuestra que no hay un único camino para el desarrollo de los deseos y las necesidades. En un modelo concebido de una manera concentrada y funcional, el arte como expresión en sí misma, como alternativa, como deseo, no tiene lugar. La Municipalidad dejó muy en claro que así concibe las cosas, con su intervención arbitraria.
Las inundaciones, las decisiones, los derechos.
Cómo se construye, se ordena y se vive el espacio es una cuestión que las inundaciones desnudaron por completo. Los procesos previos, de años de decisiones sesgadas (qué obras se realizaron y cuáles no) determinaron desde la entrada del río hasta quién sufrió, cuánto y cómo (es hasta ese punto que las decisiones políticas moldean la cotidianeidad).
Una pregunta, a primera vista simplista o incluso capciosa es, sin embargo, muy interesante:
¿Por qué los lugares donde se toman las decisiones, o donde viven quienes lo hacen, no se inundan?
En primer lugar, cabría decir ¡porque no son zonas inundables! Nos animamos a esta respuesta, porque en ella se ve cómo la toma de decisiones es el elemento crucial para transformar un modelo urbano de inclusión subordinada en uno de construcción inclusiva. Porque son zonas inundables...
Retomando lo dicho más arriba, no podemos olvidar cómo los barrios del Este, de la zona residencial de Guadalupe, de la Costanera, de Siete Jefes, también lo fueron en algún momento. Fue a partir de la realización de las defensas necesarias que dejaron de serlo, durante el desarrollo de la infraestructura portuaria en el siglo XX. Esto quiere decir que la condición de “inundable” no es una característica dictada enteramente por la naturaleza, por la topografía, sino una realidad construida socialmente: depende en buena medida de las decisiones políticas que se tomen. A su vez, como vimos ya, a quiénes benefician, perjudican, consideran u olvidan estas decisiones, se desprende de quiénes participan realmente del proceso de pelea, discusión, decisión y ejecución de las mismas.
Entonces, volviendo a nuestra pregunta inicial, ¿qué determina que ciertas zonas sean protegidas de la inundabilidad, -transformadas en “no inundables” si se quiere- y otras sean sistemática y deliberadamente desprotegidas? Nuevamente: que prime el valor de cambio (el valor comercial, de intercambio, de mercado de una mercancía, producto) por sobre el valor de uso. En relación a esto, cabe preguntarse qué camino siguieron los precios de los inmuebles en zonas “inundables” y las que no lo son. Elucidar si la brecha de precios, ya amplia por la falta de servicios que las segundas suelen padecer, se amplió y cuánto. Al respecto, en el mapa que acompaña esta nota se ven a simple vista algunas pruebas de dicha construcción diferencial de ciudad en favor de la valorización de algunas áreas respecto de otras: las zonas que se inundaron, en general, no poseen acceso a ciertos servicios como, por ejemplo, el gas natural.
Otra forma de acercarnos al problema es volver a los costos de la inundación.
¿Quién los asumió? La ley de reparaciones establecida por el Estado provincial resultó, amén de una extorsión abierta dadas las condiciones en que se encontraban las personas que podían plegarse a ella, en que los costos que el Estado asumió tuvieran un techo preciso. Si, como es claro, no fue el sector privado concentrado el que asumió los costos de la reconstrucción... ¿quiénes lo hicieron entonces?
Aunque cueste creerlo, dichas obras de defensa (inconclusas) habían sido inauguradas en 1997, para la prensa. Da vergüenza ver las fotos de aquel corte de cintas en la que posaron sonrientes Obeid, Reutemann, Gutiérrez, Gualtieri, Mercier, Rosatti, Morín, Penissi y Lamberto.
Nos seguimos inundando ¿Quiénes hacen la ciudad?
Este recorrido a vuelo de pájaro por algunas de las problemáticas que miles y miles de santafesinos vivimos y sufrimos no tiene otro objetivo que volvernos a preguntar y repreguntar:
¿Es legítima una Santa Fe que permita sólo a unos pocos decidir qué hacer de y con la vida en ella? Si de la mano de la noción de derecho a la ciudad, podemos afirmar que una ciudad es el resultado de cómo se la concibe, se la piensa y se la desarrolla, el resultado de las peleas por los rumbos posibles a tomar...
¿Por qué vivimos asediados por imágenes y discursos que naturalizan, que transforman en algo ajeno a nuestra capacidad de acción, a los procesos fundamentales que hacen la ciudad?
Hay muchas preguntas más que se abren camino con cada vez más fuerza, con cada vez más derecho. Y el valor de plantearlas radica en contribuir a vislumbrar respuestas que cuestionen lo dado.